Allí estaba. Sin duda, era la persona que más luz le podía haber dado a mi tarde ese día. Nunca pensé que un día, ese, podría ser el que tanto había esperado. Ese día que imaginaba cada noche.
Me invitó a salir del edificio. Acepté. Bajamos las escaleras. El camino se me hacia, al contrario de la mayor parte de veces, corto. El automóvil se encontraba justo al otro lado de la calle. Los nervios empezaron a invadir mi cuerpo, pero mi otro yo, o algunos de los otros, me hizo mantener la calma.
Hacía frío. No sé si era la necia "certeza" de que nada pasaría o si era la vaga idea, o esperanza, de que, efectivamente, "algo" estaba a punto de suceder.
Me subí al automóvil. Siempre me pareció que era un poco pequeño. Pero al estar dentro, a su lado, pensaba que hubiera sido bueno, muy bueno, que los asientos estuvieran más unidos.
- ¿Y tus pequeños síntomas de claustrofobia?, preguntó mi otro yo.
No respondí. Ni el miedo me invadía, ni la respiración se me hacía más fluida en ese momento, como para pensar en una buena razón del porqué no sentía ese miedo que suele invadirme en lugares pequeños y encerrados. Bajé la ventanilla y, casi al mismo tiempo, mi otro yo dejó de hacer eco en mi cabeza.
No podía dejar de ver el perfil de su rostro. Me encantaba. Pero debía concentrarme en la conversación. Si hay algo que me molesta mucho es que no me presten atención mientras hablo. Traté de bajar la mirada, de fijarla en un punto cualquiera de la calle. Pero, como obviando mi actitud, prosiguió con la converesación en la que, desde que salimos del edificio, yo no había participado.
- Pasaremos a mi casa, dijo.
viernes, 8 de agosto de 2008
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